Andante
Se acercó a la ventana húmeda y limpió las zonas empapadas por el vapor de la lluvia en verano. Porque a veces, cuando la soledad quemaba, un rayo de luz se filtraba por aquella persiana, la persiana de su alma, y un manto estrellado caía en picado, como el escenario de un sueño, y las luces se apagaban.
Cuando despertó, supo la cantidad de gente que había en su casa, toda su familia. Era domingo, y las comidas familiares no eran muy comunes, pero siempre hay que hacer excepciones, y tenían un buen motivo para dejar al rencor ahogarse en el pasado y unir fuerzas para lograr sobrevivir. De pronto se percató de que su último traje de concierto estaba sobre la cama, era el más raído de todos, aquel que no habían conseguido vender, pero le sentaba bien, aún con ese aspecto triste, raquítico, casi al borde de la anorexia. Se lo puso, y también una flor del jardín en el pelo, para alegrarles la vista a sus familiares. Sus primos pequeños estaban histéricos, corrían por el pasillo dando saltos y zancadas. También le pareció oír ruidos de muebles al moverse, las sillas para el comedor, fue lo primero que pensó, pero de pronto notó que cesaban, y la curiosidad le pudo, y salió al encuentro.
A tempo ritardato
El pasillo estaba desierto, y el largo tramo hasta el salón le ponía los nervios a flor de piel. Pensó en su muerte por primera vez, ¿sería tan angustiosa? Sabía que se estaba muriendo, pero no sentía esa presencia fría y desagradable que se la llevaba lentamente, al menos no del todo. Llegó a la sala.
Calderón
La larga hilera de sillas estaba ahora en semicírculo, rodeando el piano, su piano, el viejo piano con las teclas descosidas. Examinó la situación, y por último el atril. Los espectadores esperaban intactos el gran concierto de despedida, y ella no sabía cómo llorar, así que no lo hizo.
El programa era extenso; Mozart, Schubert, y una lista interminable de nombres sin importancia, porque en aquella situación no le importaba nada un simple nombre.
Rubateando
Se sentó en la banqueta y con actitud solemne, trató de concentrarse, pero de pronto, solo recordaba aquella vieja canción de la infancia que hablaba de tres ratoncitos ciegos. Y nada más. El mareo hizo que el suelo se acercara a ella con rapidez, y la debilidad no la dejaba sonreír de alegría.
Al cabo de unas cuantas horas sus padres salieron de su habitación e hicieron un gesto negativo al resto de la familia. Uno de los pequeños preguntó si podía volver a jugar, otro lloró, y el último fue a tocar el piano con la vista baja.
Morendo
Nunca pensé que el frío calentara mi cuerpo sin vida, que me devolviera la calma, después de la tempestad.