Era uno de esos días en los que te mueres del asco y no sabes que hacer. El tiempo pasa de forma lenta y pausada mientras miras el reloj deseando que pase algo que te dé un vuelco al corazón. Pero es evidente, nunca acaba pasando nada, salvo más y más tiempo, más y más lento.
Noté que las horas más lentas de mi vida estaban pasando, y recordé que tenía que trabajar en la academia. Nunca me hará tanta ilusión un trabajo como me hizo aquel en ese mugriento día. De todos modos salí de casa antes de tiempo, como si me sobrase. Llovía bastante, y las gotas de agua estaban bien cargadas. Una de ellas, gorda como el viejo de los regalos, se me metió dentro de la ropa, y pude sentir el escalofrío en mi pecho, frío y breve. Pero tan pronto como vino, se secó.
Cuando llegué a la academia me abrió la otra chica, esa que nunca habla conmigo, solo con esos pequeños monstruitos que tantos quebraderos de cabeza dan. La profesora estaba dentro, y oí una voz infantil preguntar con ansia si la que llegaba era Sabela.
Me hice paso entre los abrigos hacia la clase, dejando mi violín apoyado en una mesita en el recibidor, y cuando llegué vi unos pequeños ojos saltones que me miraban desde abajo, sonriendo tímidamente. La profesora me dijo que Ana tenía algo para mí, y que me lo quería enseñar ya, había esperado demasiado y con mucha impaciencia.
Ana me cogió de la mano y me llevó al recibidor, y encima de la mesita donde había apoyado a mi querido compañero de viaje había una hoja seca de árbol muy grande. Ana la cogió y me la puso en la mano. Fué entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me gustan los pequeños detalles de la vida, porque al final lo que solemos recordar es anecdótico, al menos en mi caso.
Y así fué como mi fatal día mejoró súbitamente.
Sabela Senn Lozoya